jueves, 10 de diciembre de 2015

GUERRA Y PAZ

 


Afrontar la lectura veraniega de un clásico de la literatura universal  tuvo la recompensa de recuperar las tardes de la adolescencia  y ese específico placer de la lectura que algunos podríamos haber creído perdido  para siempre. Fue mucho, y se lo debemos a Tolstoi y a su Guerra y paz, novela histórica, realista  y de tipo folletín editado por entregas. Parece que la certera fórmula mágica que funcionaba en el XIX no ha perdido efectividad para atrapar el interés del lector. El esquema es simple, buenos y malos, ricos y pobres, público y privado, urbano  y rural, grandioso y pequeño. Su complejidad está en la mucha emoción, en el profundo conocimiento y, por encima de todo, en la genialidad literaria de Tolstoi. Se avanza en la lectura de esta obra a través de dos tramas narrativas: la sentimental, por un lado,  y la centrada en el devenir histórico y en la reflexión sobre sus  consecuencias, ligadas a la libertad de los seres humanos, por otro. En general, se impone en la novela una deriva humanística e intrahistórica compatible con la grandeza de escenarios y situaciones propios del periodo napoleónico (por ejemplo, todavía sorprende que quepa en Austerlitz la alucinación del joven emperador Alejandro I abatido, lloroso, paralizado por el miedo, en el momento de tener que saltar con su caballo una pequeña acequia). Tolstoi anticipa la mirada contemporánea del campo de batalla desolado y humeante, el punto de vista del testigo emocional de la historia.


De esto hablamos en la reunión, y también de esa sociedad en la que afloran las claves de la crisis del Antiguo Régimen. Las corruptas clases dirigentes rusas se posicionan resistiéndose al cambio revolucionario sustanciado en la nación francesa y en su influencia. Pero no son los poderosos los que mandan,  nos advierte un ingenuo Tolstoi, sino el terrible acontecer de los tiempos que a todos nos trastoca y condiciona. Modernidad frente a tradición, Ilustración frente a conservadurismo, libertad frente a opresión, amor frente a relaciones de conveniencia, naturaleza frente a domesticación urbana… resueltos en un permanente canto al pueblo ruso  (el de las clases populares y el de los jóvenes románticos)  obligado al  sufrimiento, al cambio y al gesto heroico del sentido común por el discurrir de la violencia  en la historia. No están en esta novela las clases proletarias que tanto juego darán en el futuro, sino las masas de siervos que complementan el marco de una peculiar forma de vida bien conocida por el escritor. Así, el valor sentimental de la  experiencia, de la tierra, de la familia o de la nobleza humana se constituye en la vía indiscutible hacia la verdad. Ni la masonería, ni el reformismo de las élites conscientes y europeizadas, ni las grandes figuras de la historia… ¿Es Guerra y paz una novela de derechas en el siglo XXI? Lo puede hacer pensar, entre otras derivas, la identificación entre el pueblo y el ejército ruso en la desgracia y en la victoria, o el arrinconamiento paternalista de las clases trabajadoras, o la domesticación del pálpito vital de Natacha convertida en reposada matrona, o la renuncia al cambio de Pierre, o la defensa nacionalista de Kutuzov… Frente a  la acción y empoderamiento de las masas, lo estoico y la pasividad aparecen defendidos como valores de la tradición de la tierra. Los rusos soportan, aguantan, y sólo así derrotan al petulante Napoleón condenado al teatro del mundo. Así se explica que la modernidad sea otra decepción para el genio del alma rusa, fundido en la sentimentalidad compartida por rústicos y aristócratas.


El mito literario de Rusia está forjado por sus grandes escritores. A través de esta novela nos llega la emoción de las carreras de trineos, las escenas de caza que resuelven procesos vitales, las partidas de cartas que conducen al duelo, la singularísima información que contienen los uniformes militares, el frío y la primavera en el campo, las haciendas rusas convertidas en singulares microcosmos, las casas familiares entendidas desde la referencia universal de la infancia. Y que, sorprendentemente, son también los nuestros. La cuestión es que es Tolstoi, somos nosotros.














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