GUERRA Y PAZ
Afrontar la
lectura veraniega de un clásico de la literatura universal tuvo la recompensa de recuperar las tardes de
la adolescencia y ese específico placer
de la lectura que algunos podríamos haber creído perdido para siempre. Fue mucho, y se lo debemos a
Tolstoi y a su Guerra y paz, novela histórica,
realista y de tipo folletín editado por
entregas. Parece que la certera fórmula mágica que funcionaba en el XIX no ha
perdido efectividad para atrapar el interés del lector. El esquema es simple,
buenos y malos, ricos y pobres, público y privado, urbano y rural, grandioso y pequeño. Su complejidad está
en la mucha emoción, en el profundo conocimiento y, por encima de todo, en la
genialidad literaria de Tolstoi. Se avanza en la lectura de esta obra a través
de dos tramas narrativas: la sentimental, por un lado, y la centrada en el devenir histórico y en la reflexión
sobre sus consecuencias, ligadas a la
libertad de los seres humanos, por otro. En general, se impone en la novela una
deriva humanística e intrahistórica compatible con la grandeza de escenarios y
situaciones propios del periodo napoleónico (por ejemplo, todavía sorprende que
quepa en Austerlitz la alucinación del joven emperador Alejandro I abatido, lloroso,
paralizado por el miedo, en el momento de tener que saltar con su caballo una
pequeña acequia). Tolstoi anticipa la mirada contemporánea del campo de batalla
desolado y humeante, el punto de vista del testigo emocional de la historia.
De esto hablamos
en la reunión, y también de esa sociedad en la que afloran las claves de la
crisis del Antiguo Régimen. Las corruptas clases dirigentes rusas se posicionan
resistiéndose al cambio revolucionario sustanciado en la nación francesa y en su
influencia. Pero no son los poderosos los que mandan, nos advierte un ingenuo Tolstoi, sino el terrible
acontecer de los tiempos que a todos nos trastoca y condiciona. Modernidad
frente a tradición, Ilustración frente a conservadurismo, libertad frente a
opresión, amor frente a relaciones de conveniencia, naturaleza frente a
domesticación urbana… resueltos en un permanente canto al pueblo ruso (el de las clases populares y el de los
jóvenes románticos) obligado al sufrimiento, al cambio y al gesto heroico del
sentido común por el discurrir de la violencia
en la historia. No están en esta
novela las clases proletarias que tanto juego darán en el futuro, sino las masas
de siervos que complementan el marco de una peculiar forma de vida bien
conocida por el escritor. Así, el valor sentimental de la experiencia, de la tierra, de la familia o de
la nobleza humana se constituye en la vía indiscutible hacia la verdad. Ni la
masonería, ni el reformismo de las élites conscientes y europeizadas, ni las
grandes figuras de la historia… ¿Es Guerra
y paz una novela de derechas en el siglo XXI? Lo puede hacer pensar, entre
otras derivas, la identificación entre el pueblo y el ejército ruso en la
desgracia y en la victoria, o el arrinconamiento paternalista de las clases
trabajadoras, o la domesticación del pálpito vital de Natacha convertida en
reposada matrona, o la renuncia al cambio de Pierre, o la defensa nacionalista
de Kutuzov… Frente a la acción y
empoderamiento de las masas, lo estoico y la pasividad aparecen defendidos como
valores de la tradición de la tierra. Los rusos soportan, aguantan, y sólo así derrotan
al petulante Napoleón condenado al teatro del mundo. Así se explica que la
modernidad sea otra decepción para el genio del alma rusa, fundido en la sentimentalidad
compartida por rústicos y aristócratas.
El mito
literario de Rusia está forjado por sus grandes escritores. A través de esta
novela nos llega la emoción de las carreras de trineos, las escenas de caza que
resuelven procesos vitales, las partidas de cartas que conducen al duelo, la singularísima
información que contienen los uniformes militares, el frío y la primavera en el
campo, las haciendas rusas convertidas en singulares microcosmos, las casas
familiares entendidas desde la referencia universal de la infancia. Y que, sorprendentemente,
son también los nuestros. La cuestión es que es Tolstoi, somos nosotros.
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